lunes, 4 de febrero de 2019

Acá les dejo uno de terror...

La figura de porcelana
Tenía la piel blanca y brillante, lisa, pulida por el esmero y el cuidado del artista que había insistido en pintarle dos cejas negras a modo de apóstrofes enfrentados sin nada más en el medio que una frente vacía de pensamientos. Me llamaba la atención la inexpresividad del rostro frente al lenguaje del cuerpo resignado. Estaba sentada sobre un tronco con la espalda ligeramente encorvada hacia adelante, el mentón apoyado sobre una mano y la otra encerrando el codo de un modo sencillo y devastador. En un intento por consolarla, la rocé con la yema del índice, viéndome reflejada en el fondo dorado de la vitrina. 
Cerré la puerta de la vitrina y me olvidé de la figura de porcelana. ¿Qué importancia podía tener si apenas medía doce centímetros desde la punta de su zapato rosa al extremo más alto de su cabeza oscura? Me senté en el sillón marrón de un cuerpo y me hamaqué con los pies subidos de modo tal que mis rodillas me cubrían el rostro a la altura de la nariz. En la cocina, mi mamá estaba al teléfono con su hermana. Una mujer que podría haber sido la hermanastra de Cenicienta, la más terrible de las dos que tenía en desgracia. La conversación iba sobre mis primos, pero yo sabía que mi mamá hubiera querido hablar sobre los exabruptos que mi tía tenía, productos de la envidia. Mamá se quejaba constantemente de cómo la maltrataba porque la culpaba de haberla abandonado cuando se casó con su primer marido. A pesar de que era  una jovencita con apenas dieciocho años cuando lo conoció. 
Al bajar las rodillas advertí que todavía mi dedo gordo del pie estaba oscuro. La uña amarillenta se quería escapar de la carne, o me parecía así. Hacía una semana que me había golpeado en el colegio y todavía no se me curaba. Creo que en ese momento mamá me llamó para algo porque recuerdo alzar la cabeza y ver la arcada que daba a la cocina. Sobre la mesada había papas y zanahorias crudas, un vaso de cerveza, y creo que se escuchaba la tele. Cuando el doctor Saldivar me pregunta cómo me sentía esa mañana, hago un esfuerzo por recordar pero se me pone la mente en blanco. Aunque no se pone instantáneamente en blanco, es más bien como si los bordes del recuerdo se fueran velando, perdiéndose en un fondo claro y dolorosamente brillante. Así que me sugirieron la palabra escrita en lugar de la hablada. Parece que el cerebro se comporta de otra forma cuando le habla al papel.
¿Qué otra cosa puedo contar de esa mañana? El living era oscuro, de cortinas marrones, con una chimenea en desuso que recuerdo con olor a viejo, aunque mamá insiste en que jamás hubo ese tipo de olor en nuestra casa. Los muebles son de algarrobo y hay un velador de pie con pantalla verde. Según papá era un living lleno de luz porque las paredes estaban cubiertas por ventanales y las cortinas no eran marrones sino rosadas. Estoy segura de que eso no es cierto. Pero hay dos adultos y soy solo una hija. Así que el médico encuentra llamativo el hecho de que para mí el living fuera oscuro. 
Una escalera conducía al piso de arriba. Es más, en este punto tengo que tener razón. Mamá siempre me decía que subiera y bajara despacio que no se veían bien los escalones. ¡Ella se cayó y se quebró la columna por la oscuridad del living! Cuando corroboro esto me dicen que sí, que se cayó y se quebró, pero que fue porque iba distraída con una pila de ropa para planchar. Insisten, por más que yo niegue con la cabeza.
La mañana en que estaba tirada en el sillón, la que Saldívar me obliga a repasar, recuerdo frenarme a mitad de la escalera y, el sonido del teléfono colgando. Me dirigí hacia la cocina, aunque no entré. Mamá meneaba la cabeza de un lado a otro mientras sacaba algo de debajo de la pileta de la cocina. ¿Más verdura? ¿Qué te dijo la tía?, le pregunté desde mi refugio bajo la arcada. Lo de siempre: la tía le había tirado en cara que no tenía la suerte de tener un marido con plata y que los problemas sin plata no se arreglan. Que tenía tres hijos para alimentar y que de alguna forma todo eso estaba conectado con que mamá se hubiera marchado de casa a la edad de dieciocho años. A esa altura yo había sido testigo de numerosos episodios de mi tía. Mi mamá siempre tartamudeaba algo vacío o decía “no es así Marta, no me digas esas cosas” pero se quedaba para que la siguieran sacudiendo. A la altura de esa mañana, ya no me hablaba con mi tía. El año anterior, la habíamos llevado a Brasil. Una tarde volvía de la pileta cuando escuché gritos en la cabaña. Abrí la puerta con fuerza en el momento en que mi tía le rugía a mamá que la iba a matar. ¿Por qué no le respondía nada?, pensé. Y sin aguantar más, me paré delante de mamá y le devolví los insultos a mi tía. Uno por uno hasta que pude tomar de la mano a mi madre y abandonar la cabaña. No regresamos. La arrastré a la pileta donde tomé mi primer trago. 
La mañana de las verduras crudas sobre la mesada, calculo que mamá me habrá hablado alrededor de una hora, por lo menos hasta que papá llegó para almorzar. Siempre iba con una ceja alzada y chasqueaba la lengua tanto por algo que agradaba como por algo que no. Dejó el maletín junto a la puerta de entrada, me saludó de prisa y se metió en la cocina a hablar con mamá. Yo, que durante toda la hora había permanecido apoyada contra la arcada, regresé junto al sillón dispuesta a mirar tele. Pero los gritos despertaron mi curiosidad. Mamá seguía cocinando. De papá solo veía la espalda. Lo vi estrellar un vaso contra una pared. En realidad no vi el vaso estrellarse, pero lo escuché. Mamá salió disparada a limpiar los restos de vidrio mientras mi papá le decía que era solo una empleada que vivía gracias a su dinero. 
El doctor Saldivar me pregunta qué había sentido: una bola de fuego en el estómago, dije. Y algo frío en la espalda. Pero la bola siempre le ganaba en primera instancia. Me puse de pie, abrí la boca y escupí como un lanzallamas. Mi voz sería chillona a esa edad, pero en mi recuerdo es mi voz de adulta. Mi papá no era mi papá, había una sonrisa en sus labios parecida a la sonrisa de los demonios en las pinturas medievales y sus ojos eran grises no marrones como los tiene en realidad. A medida que la bola de fuego se extinguía, crecía el frío en la espalda. Otra cosa que recuerdo es a mi mamá mirándonos desde lejos, con una expresión congelada en el rostro, tratando de intervenir, o tratando de no hacerlo. Otro vaso se estrelló contra la pared a mi espalda, la silla se cayó de lado y un instante después mi papá me aferró del brazo. ¿Aferrar? No estoy segura de que sea la palabra. Mi primer impulso fue callarme, pero luego volví a usar el lanzallamas y mi espalda de pronto quedó contra la pared, y luego sentí la mano de mi madre en el hombro y plumas, suavidad, perfume a lavanda. Estaba en mi habitación, con mi almohada preferida en los brazos mientras mamá me acaricia el cabello. Para mí todo es parte del mismo segundo.
“No pasó nada” era la frase que más escuchaba luego de un episodio de esta índole. Tardaba uno o dos días en volver a tener contacto con papá. En general me venía a buscar y me explicaba que los adultos se enojaban, que había problemas en casa porque mamá no aceptaba a los hijos de su anterior matrimonio y complicaba todo. Yo me quedaba pensando en mis hermanos. Eran adultos también, me llevaban por lo menos quince años. Después volvía mi atención a papá y veía su boca moverse y sus ojos cansados, y veía sus manos con el anillo de casado que eran suaves y con gestos tiernos. Siempre me llamó la atención las expresiones de sus manos. Iban y venían con un lenguaje más preciso que sus palabras. Era como si sus manos pensaran mejor que su cabeza. Y recuerdo que me decían que era linda, que era amada, que él me protegía. 
El doctor Saldivar me explicó con cierta condescendencia que las manos no hablan y que yo estaba trasladando mis sensaciones a ellas. Un psiquiatra que diga eso es un psiquiatra que no entiende absolutamente nada de su profesión, por más director general que sea. Me limité a asentir y dejarlo pensar que estábamos en la misma página. 
En el living había algún tipo de luz ahora que reflexiono pero en mi cabeza son rayos que se filtran a través de la cortina marrón (no rosadas) que está entreabierta. ¿Por qué estarían las cortinas casi cerradas en plena mañana? ¿Era fin de semana y por eso no estaba en el colegio? Pero papá acababa de volver del trabajo. Tal vez era sábado.
Lo que sí recuerdo a la perfección fue lo que pasó a la tarde. Estaba en mi habitación. Me llamó mi hermana mayor para conversar y le dije que no estaba bien. Me respondió que sabía que mis papás habían discutido pero que les tenía que tener paciencia porque los grandes exageran todo. Me quedé en silencio mientras me repetía que ella había vivido peores momentos entre ellos dos y que ya había hablado con mamá para tranquilizarla. Yo no la recordaba nerviosa pero al parecer lo había estado. Me dijo: “ya sabés cómo se pone tu papá, no le des importancia”. Cuando colgué el teléfono tenía unas profundas ganas de gritar. 
En esa ocasión papá no esperó dos días para hablarme. Lo hizo esa misma tarde. Entró en mi habitación y habló, aunque yo solo escuché lo que me decían sus manos. Me dijo que no había estado bien en discutir delante de mí. Lo miré a los ojos. Me acarició el cabello y dijo: “tu mamá es un poco inestable emocionalmente y no quiere a Miguel, ni a Roxana, bueno a ninguno de mis hijos, y es celosa. A veces es muy egoísta. Yo acepto a sus hijos y a su ex, ella no tolera que mencione a los míos”. Asentí en silencio. El rostro de mis hermanos desfilaba uno a uno hasta desvanecerse en una oscuridad que había en mi cabeza. Creo que las palabras reales de mi papá fueron “tu mamá no me ama, debería dejarla”.
A la noche todo había quedado olvidado. Mis papás se reían de no sé qué y yo comía divertida. Me gustaban las cenas ruidosas y alegres. El living estaba iluminado. Entonces me fijé en la figurita de porcelana. Estaba dada vuelta. Alguien la había girado porque ahora no veía su rostro inexpresivo, sino su melena negra y su espalda inclinada hacia adelante. Me pareció extraño que alguien se tomara el trabajo de girarla y ponerla de espaldas. ¿O en realidad esto es parte de mi recuerdo distorsionado como dice Saldivar? Lo que recuerdo es que las risas superaban el sonido de la televisión. ¿Cómo me sentía, pregunta el psiquiatra luego de que le cuento que la figura de porcelana estaba invertida? Incómoda, le respondo, pero ya antes me había sentido así. Era como si se me pusiera el cuerpo rígido y quisiera salir de él. También le digo que gritaba en silencio. ¿Por qué? Mis papás habían cambiado de tema hacía un rato… Se reían de mí golpe en el dedo. Al parecer había algo gracioso en que lo tuviera negro e hinchado, o en el modo en que me lo había lastimado. 
A la noche me puse a leer. Mamá me saludó con un beso en la frente y papá, desde la puerta con un gesto de mano. “Perdonanos las peleas”, me dijo. Mamá me hizo un gesto mientras murmuraba “Vos pedile perdón, vos armaste la pelea”. Entonces papá hizo un gesto también desde la puerta. Y yo me quedé muy quieta mientras mamá me pasaba la mano por el cabello con una sonrisa. Saldívar dice que le resulta llamativo que las sonrisas siempre estén presentes, por sobre sus miradas o tonos de voz. Me acuerdo la de mamá tal cual fue, no la modifiqué. La suya era una sonrisa en pausa, detenida justo antes de otra expresión muy diferente, mientras sus ojos me recorrían la cara y me acariciaba el pelo. Papá le respondió algo pero al obtener respuesta, se acercó y levantó a mamá de la cama de un tirón. Me incorporé de inmediato. Recuerdo gritarle que la soltara, pero mis padres atestiguan que jamás dije nada, que yo dormía dulcemente mientras esto sucedía en el pasillo, no en mi habitación.
Era de madrugada cuando me levanté. Abrí los ojos de golpe porque había sentido que alguien me tiraba de la pierna. Me senté en la cama y vi a mi gato que dormía tranquilo. Lo acaricié a la vez que le decía que lo quería mucho. Mi gato se puso a ronronear. Me volví a dormir pero me volví a despertar con el tirón. Esta vez vi la silueta de mi gato con la espalda arqueada sobre la cama bufando. Lo agarré en brazos y corrí a la habitación de mis papás donde me quedé de pie junto a su cama bañada por una luz azul claro. Mientras abrazaba a mi gato llamaba en voz baja a mamá tratando de despertarla. Cuando lo hizo me preguntó en un susurro si había tenido una pesadilla. Le dije que sí y de pronto recordé la pesadilla justo antes del tirón de pierna. En la pesadilla me despertaba la figura de un hombre en la puerta. Expliqué que era el diablo y cuando me preguntó cómo lo sabía le mentí. No le quise revelar que solo veía su sonrisa, porque nadie en la oscuridad ve nada. O eso me iba a decir. Mi papá se despertó diciendo: “¿Otra vez acá? Andá a tu cama”. Mamá se levantó para conducirme a mi cuarto. Prendimos la luz. Me dijo que Bigotes me cuidaba, que no olvidara que Dios también lo hacía y me puso la cruz que colgaba de mi cadenita en las manos. Hoy en día no logro recordar cuántas veces tuve ese sueño, tengo la impresión de que estuve atrapada en él cada noche, pero mamá dice que fueron dos o tres.
Apenas dormí. Eran cerca de las cuatro cuando me asomé a la habitación de mis papás. Me quedé un rato junto a la puerta, agradeciendo que la luz del pasillo, que había encendido, no los hubiera despertado. En este punto se supone, según Saldívar, que tengo que recordar bajar a la cocina para poner en la pava una dosis de arsénico. Sostengo que no hice nada de esto y que por eso no lo recuerdo. ¿Una nena con acceso a semejante sustancia? No existía forma de que yo hubiera conseguido el veneno, por más trastornada que estuviera. Así se lo dije a Saldívar miles de veces. Al parecer volví a mi cama. A la mañana siguiente me levanté de forma normal. Sin embargo, yo me acuerdo que me desperté contenta, no normal. Era domingo y comeríamos asado en familia.
Cuatro días después mi mamá empezó a tener vómitos continuos, mareos. Se frotaba las manos incansablemente como si las tuviera sucias. Lo único que pensé era lo que había escuchado contar en el colegio a otra compañera: mi mamá está embarazada. Así que fui muy cuidadosa y procuré asistirla en todo. Planché las bombachas, medias y pañuelos; puse la mesa, rallé la zanahoria y lavé los platos después; le preparé té; la peiné como le gustaba; fui a la panadería y compré pastelitos de membrillo. Papá no parecía preocupado, ¿así que por qué iba a imaginar que estaba pasando algo terrible?
Esa tarde lo acompañé a papá al sótano donde guardaban muebles en desuso, diarios prehistóricos, latas de pintura, venenos para rata, escobas rotas… ¡Y la escalera azul! Era lo único que me parecía útil en aquel lugar. No bajamos como en las películas con linterna. Había una luz bonita y anaranjada cuyo interruptor estaba arriba, para que uno no tuviera que descender a oscuras. Mientras papá revisaba una pila de papeles —me olvidé de los papeles y de la caja con fotos viejas—, yo me puse a mirar los objetos en las estanterías. Se supone que acá entré en conocimiento del frasco de arsénico y que todo esto ocurrió antes de que mamá empezar a manifestar síntomas. No sabía nada de arsénico, repito, para mí era lo mismo que un paquete de harina. Yo lo único que tenía en claro para qué era, además de las fotos para pensar en viejas épocas, era la escalera azul. Y estaba plegada contra una pared. 
Al poco tiempo papá empezó a manifestar problemas gastrointestinales. ¿Qué padre no va mucho al baño? Me vuelvo loca revisando los recuerdos y poniéndolos en orden. Sobre todo porque mis papás parece que tuvieron una percepción completamente diferente de todo. En este punto debo decir que no puedo creer que exista “una percepción diferente” sobre algunos temas. Hay cosas que son hechos, más allá de las interpretaciones. Al menos, eso le dije al doctor y estuvo de acuerdo. Lo advertí por el modo en que tomó nota con la lapicera a toda prisa asintiendo muy sutilmente. 
El asunto es que una semana después mis papás tuvieron una sobredosis de arsénico, una intoxicación aguda. Al parecer una nena de once años perdió la paciencia y colocó una montaña de arsénico en la pava, lo que les provocó una parálisis muscular. Yo solo recuerdo que estaban sentados en el sillón mirando tele, muy tranquilos mientras yo hacía mi tarea en la mesa del comedor, de espaldas a ellos. Sí tengo muy presente una sensación como de algo invisible que flotaba en el ambiente. Me lo acuerdo muy bien porque levanté la cabeza de la tarea del colegio y miré hacia adelante, hacia la arcada que daba a la cocina. Sin embargo, no me pareció que hubiera nada fuera de lugar. Mi gato estaba sobre la mesada. Desde lejos advertí que ronroneaba. Claro que era de noche. Mis papás no solían mirar tele de día… ¿Entonces por qué me acuerdo una luz que entraba por las ventanas de la cocina? Volví la atención a la hoja que tenía entre manos pero no me podía sacar de encima la sensación de que había alguien más en la casa. Tuve la necesidad, varias veces, de mirar sobre mi hombro. Me sobresalté muchísimo cuando las luces de la tele rebotaron sobre la vitrina a mi derecha. Me asusté tanto que no le saqué los ojos de encima a los adornos como si en ellos pudiera advertir la presencia de alguien más en la casa. El corazón me palpitaba cuando mi atención recayó en la figura de porcelana. ¡Otra vez estaba de espaldas! Me parecía sumamente extraño que mi mamá prefiriera colocarla en esa posición.
Si de algo estoy segura es de esta parte. Porque sigo reviviendo la sensación en mis dedos. Volví la figura de frente y observé las cejas como apóstrofes, la piel pulida y fría, la inexpresividad del rostro. La dejé en su lugar de frente y cerré la puerta de la vitrina. Mis papás estaban de la mano en el sillón, las imágenes de la tele se reflejaban en sus rostros. Las sonrisas eran pastosas y exageradas pero los prefería así. Sin pelear. Reconocí de inmediato el programa que miraban: Mirta Legrand. Tenía un especial los domingos a la noche. A mí solo me gustaba la cortina musical, el programa era siempre una mesa con invitados muy poco creíbles. 
Por algún motivo la música de “Almorzando con Mirta Legrand… con MIIIIIiiirta” siempre se me viene a la cabeza. ¿Por qué no se me viene la música de la Nana Fine? ¿O de los Simpsons? Me rasqué el mentón y sentí que algo pastoso se me quedaba adherido a la piel. Me observé los dedos y vi que tenía pedazos de rouge. Según el doctor, acá confundo los tiempos en que sucedieron las cosas. Yo recuerdo que corrí a mi tarea para ver si la había manchado. No lo había hecho, lo cual le daba la razón al doctor. Corrí de la tarea a la cocina, abrí la canilla y me enjuagué la pasta roja. Era el rouge de mi mamá, claramente. Yo no usaba maquillaje. Me costó sacarlo porque las pinturas de labios son un poco aceitosas.
Llevé en brazos a Bigotes hasta el living, agradecida de que mi tarea no se hubiera manchado. Saldívar me preguntó qué sonidos había en la casa. Le respondí que el ronroneo de Bigotes y la cortina musical de Mirta. Lo vi negar con la cabeza mientras anotaba lentamente. No era buena señal para mí. Al parecer, mis papás tienen una versión distinta de esto también. A continuación, miles de veces, el doctor me preguntó qué olores. ¿Yo qué sé que olores? Le dije que olía el perfume de mamá. Me preguntó si regresé al sótano alguna vez. Le dije que no. En ese momento, a mis doce años, me empecé a sentir acorralada y seguí sintiéndome así con cada entrevista.
Durante años repasamos mi infancia, mis emociones, mis recuerdos. Me exigía precisión. A los quince le dije que era imposible que tuviera precisión dado que hasta mis papás tenían diferentes versiones de todo. Saldívar me siguió tratando. Lo único que sacábamos en claro era que me había sentido muy insegura durante mi infancia. Los momentos de mayor confusión eran cuando nos acercábamos a la semana trágica, a la semana del arsénico. ¿Cómo podía saber una nena de once años que el arsénico es un veneno? Por la etiqueta, me respondió Saldívar con naturalidad. 
Ayer le dije que alguien debería creerme. También le dije que estaba harta y que no iba a continuar con el tratamiento. Ya soy mayor de edad para decidir qué hacer con mi tiempo. Me pidió repasar por última vez lo sucedido durante esa semana. La conversación por teléfono con mi tía, la discusión de mis papás, la figurita que alguien ponía de espaldas, las pesadillas, la intoxicación de mi padre, cómo creí que mamá estaba embarazada. Saldívar suspiró con los ojos fijos en algún punto invisible en mi rostro. Creo que jamás me vio en realidad. Parecía decepcionado. Le pregunté si necesitaba algo más. 
—¿Cómo era el sótano?
—¿El sótano? —pregunté harta. Hasta el maldito sótano había tenido que recordar cientos de veces.
—Sí. Haceme el favor.
Tomé aire caliente a pesar de que era invierno.
—Bajamos por la escalera de madera, el barandal estaba flojo pero todo muy limpio. 
—¿Cómo era la luz?
—Un aplique de techo, de vidrio. La luz era cálida… 
—¿Iluminaba bien?
—Sí. O sea, no había rincones en sombras. Por eso no me daba miedo.
—¿Y el interruptor? —me preguntó.
—Arriba. Ya se lo dije mil veces —le respondí revoleando los ojos.
Asintió y me pidió que continuara.
—Papá sacó unos papeles de un escritorio.
—¿No era una caja?
—Estos no —dije meneando la cabeza—. Estaban en un cajón. Se puso a mirarlos y yo me puse a mirar la estantería. 
—¿Qué había en la estantería? 
A medida que le respondía iba leyendo su propia lista con los objetos que le había mencionado en el pasado. Este gesto me terminó hartando.
—Un equipo de música roto, una caja de herramientas, unos tablones de madera o algo así, una lata de pintura, productos de limpieza, el frasco con arsénico —acá me detuve para observar su reacción y de paso esperar a que me preguntara algo pero no lo hizo y continué—, una canasta con pelotas de tenis viejas.
—¿Dónde estaba la escalera?
—¿La azul? Plegada contra la pared.
—Entiendo —dijo y asintió—. Es todo. Hasta acá llegamos juntos.
—¿Ya me puedo ir y no volver más?
—Depende de lo que quieran hacer tus padres —me respondió alzando las cejas.
—Tengo dieciocho, creo que ya me puedo ir de casa si van a seguir con esta tortura. Yo no los envenené —repetí.
—Te voy a mostrar algo —dijo y abrió un cajón de su escritorio para sacar una hoja doblada—. Quiero que mires este dibujo.
El dibujo representaba el sótano de mi casa. No recordaba haberlo hecho pero reconocí mis trazos infantiles.
—¿Qué pasa?
—¿Algo que te llame la atención?
Lo volví a observar y negué con la cabeza. Saldívar regresó el papel al cajón y luego me miró a la cara con seriedad.
—Mabel, no creo que puedas independizarte. Por mi parte no aconsejaría esto. Llevamos años yendo y viniendo… Pero hay pruebas, incluso aunque no te des cuenta de que me las fuiste revelando.
Lo interrogué con la mirada.
—No estás bien. Todavía no lográs recordar lo sucedido con claridad. Tenés confundida la línea de tiempo y los espacios están reconstruidos por tus emociones. Está claro que tenías una gran mochila con padres que no actuaban como tales, que descargaban en voz sus problemas, que se mentían entre ellos, en donde fuiste víctima de su violencia y también de su pasividad. Pero a pesar de todo deberías recordar la noche en que con once años los convertiste en marionetas, los llenaste de arsénico, les dibujaste una sonrisa de rouge y los sentaste a mirar tele —dijo y sacó de una carpeta una fotografía. En ella se veía la figura de porcelana con marcas de dedos con rouge—. Si aceptás, vas a empezar a trabajar con otro especialista. 
Asentí con los ojos fijos en la fotografía y la mente en el dibujo en el que había puesto la escalera azul abierta frente a la estantería del arsénico. “Lo único que parecía útil de aquel lugar” había dicho. El aire se me había vuelto pastoso, pastoso y rojo. 
Mamá me esperaba fuera del consultorio. Aguardé a que conversara con el médico mientras hojeaba una revista. Cuando escuché que se despedían, alcé la mirada hacia la puerta cerrada. Era consciente de que en siete años mi mamá jamás me había dado la mano al salir del consultorio. 

martes, 29 de enero de 2019

La extinción del T-REX

Es la primera vez que escribo un blog. Donde dice "título de entrada" no tengo la p--- (pequeña) idea de qué poner. No me refiero al contenido. Palabras tengo de sobra (todas mis palabras sobran). No tengo idea de qué tipo de categoría es "título de entrada". ¿Es el título del blog, del texto, del artículo? ¿O debo pensar uno además del de entrada? La peor parte es el título. Encima me resulta un poquito molesto que me indiquen qué y dónde escribir. ¡Solo díganme cómo hacerlo! En esencia, la pregunta que me ronda la cabeza desde que tengo memoria es: ¿cómo se escribe?
Nadie se pregunta enserio cómo se lee. Puede pasar que no se comprenda un texto, pero no nos preguntamos cómo se pasan los ojos por las letras y cómo esa información sube a nuestra nube para ser procesada. No importa cómo se lee, simplemente se hace. En todo caso, preguntamos cómo se entiende. Tema aparte. Pueden objetarme que hay clubes, talleres, clases de lectura (y comprensión). Aunque en mi opinión (obvio), no son más que clubes para compartir lectura y no enseñarte a leer. Nadie lee mal, ¿no?
No sucede igual a la hora de escribir.

Vamos a la cuestión principal: ¿por qué le puse "la extinción del T-REX"? (todavía tengo que memorizar que puse este título y no otro). Tiene que ver un poco con la creación y destrucción de algo gigante... (sí sí, como los libros). Pero tiene mucho que ver conque, para crear el blog, la ventanita blanca en la pantalla decía que debía en ese momento poner un nombre al blog y una dirección también. De pronto me sentí incapaz de elegir (o demasiado capaz de elegir cualquier conjunto de palabras al azar) y se pasaba el tiempo. Dicen que no hay nada que aterre más al escritor que la página en blanco. Y los programadores se aprovechan de esto apurándolo a uno a llenar casilleros, formularios y (mmm me falta algún otro elemento para que mi enumeración tenga cadencia) "títulos de entrada".

Pero para los que piensen que solo voy a desahogar las primeras ideas que pasan por mi mente, sin trabajo alguno (¿quién disfruta de un artista que no sufre la gota gorda?), déjenme probarles que están equivocados. Voy a subir textos pensados, trabajados, con final CERRADOS y semicerrados (detesto los finales abiertos descaradamente). Y son alentados como lectores a criticar y dar ideas de cómo embellecer mis textos. ¿Por qué? Porque no me agradan los talleres de lectura pero tengo que aprender y este blog sale de un impulso no muy pensado para solucionar este temita que arrastro como hijo bobo (o millenial). Y sí, la oración anterior se lee toda de corrida y sin aire.

¡Saludos, y dejo el primero!


La tarjeta de crédito negra
La primera vez que vio a Mimí casi se infarta. Cerró los ojos y se cubrió con las sábanas esperando que se fuera. Pero podía sentir su respiración junto a la cama. Desde debajo de las sábanas preguntó “¿Quién sos?”, y le respondió “Mimí” con una voz áspera de mujer. Unos cuantos segundos después, le pidió que se fuera, con mucho cuidado de no ofenderla. Esta vez no le llegó respuesta, solo sintió que Mimí tomaba aire profundamente. Cuando le preguntó si era la muerte, Mimí perdió por completo la paciencia, le arrancó las sábanas y lo dejó con las manos cerradas sobre el pecho, temblando de pies a cabeza. 
Para cuando los rayos del sol alcanzaron el cielo, Rubén comprendió que no se trataba de una pesadilla ni de un trastorno mental, todavía no se le había zafado ningún tornillo. Mimí logró explicarle que era una agente de ventas del Banco de Almas del Cielo Único y que no era ni un ángel, ni una persona muerta, ni un demonio, ni una criatura de los infiernos. Era una agente de ventas que resultaba lucir de aquel modo aterrador. Medía más de dos metros y medio, tenía la cara blanca, con la cuenca de los ojos vacías y negras, una sonrisa roja de lado a lado y dos pares de alas negras que le salían de la espalda ocupando media habitación. 
Venía a ofrecerle una simple transacción comercial. Le extendía una tarjeta de crédito negra de sueños ilimitados que él podía pagar con segundos, meses o años de vida. Rubén aceptó cuando terminó de comprender la propuesta y recibió de las garras de Mimí la tarjeta negra con un dibujo de alas en relieve en el reverso. Se sentía afortunado. Dios había escuchado sus plegarias. Le preguntó a Mimí por qué le habían ofrecido la tarjeta y ella le respondió que a muchos humanos se les había otorgado una. Solo bastaba ser un miserable depresivo al borde de la locura: 
—¿Trabajás para los evangelistas? 
Mimí se rió antes de explicar:
—Como compañía tratamos de brindar el mejor servicio posible.
—Deberían implementar alguna promoción porque cada día tienen menos adeptos —comentó Rubén creyendo que ese monstruo sí trabajaba para los evangelistas.
—¿Quiere dejarlo asentado en el libro de sugerencias? —preguntó sacando un libro bastante gordo de algún lugar que Rubén no alcanzó a ver.
Llenó el libro y dieron por terminada la transacción. Mimí se quedó parada junto a la cama con la sonrisa gigante roja.
—¿No se supone que desaparecés y vas a donde tenés que ir? —le preguntó Rubén.
—Estoy esperando que me abras la puerta.
Le resultó extraño que usara un medio tan terrenal para marcharse. Pero Mimí le explicó que le gustaba estirar las alas en lugar de aparecer y desaparecer todo el tiempo. Así que bajaron en el ascensor, algo apretados por el gran tamaño de Mimí, le abrió la puerta de calle y la vio marchar por la vereda llena de sol.
 La vida de Rubén iba de mal en peor hasta que llegó Mimí. Había perdido a sus amigos a lo largo de la vida, también a su mujer por otra mujer, se había distanciado de sus dos hijos que defendían a su ex mujer, estaban a punto de despedirlo de su trabajo en la fábrica de zapatos y, para colmo, se había puesto bastante más feo —y eso que había nacido feo—. Lo único que le quedaba era la salud. Así que cuando llegó Mimí con su propuesta comercial, sintió que por fin la vida le sonreía. 
Lo primero que hizo con la tarjeta fue despedir a su jefe y ponerse él como director de la fábrica. Puso la tarjeta en el “lector” que le había dejado Mimí y aguardó a que apareciera el importe: una semana de vida. Pensó que de toda gana regalaba una semana de vida. Al fin y al cabo, siete días no le parecían nada, mucho menos esa clase de vida de mierda que había llevado hasta ese momento. 
Desde su nueva oficina, un mes más tarde, decidió llamar a su ex mujer. Se sentía humillado por la situación en la que habían terminado la relación, sin contar que ya no tenía autoestima, ni voluntad para nada. Sostenía que parte de su fracaso como persona tenía que ver con ella. Conversó animadamente y resaltó en varias oportunidades su ascenso. Pero la que había sido su compañera no demostró demasiado interés y enseguida le preguntó de mala gana si necesitaba algo. De fondo, escuchó la voz de otra mujer que le decía que colgara. Fue Rubén el que colgó el teléfono de un golpe y nuevamente hizo uso de la tarjeta de crédito: 365 días. Pensó que le iba a costar bastante más lograr que alguien lo amara, pero parecía que, en el Cielo, el amor estaba tan desvalorizado como en la Tierra. Al instante, recibió la llamada de su ex mujer diciéndole cosas como “no sé por qué te dejé”, “me vas a creer una loca pero acabo de encontrar en la computadora una foto nuestra y te extraño”, “¿querés cenar conmigo?”. Él se quedó en silencio, pensativo. Pero al final de la conversación había concretado una cita con su ex mujer.
Salió del trabajo con una mezcla de adrenalina y temor. Se preguntó si aquella forma de conseguir amor y dinero lo llenaba realmente. Pero el pensamiento quedó interrumpido en el fondo de su mente hasta desvanecerse por completo: al otro lado de la calle,  su hijo menor —al que llevaba más años sin ver— conversaba con una joven. La pareja estaba sentada en un banco. Parecían bastante cariñosos entre ellos. Al acercarse, notó que la chica estaba embarazada. 
Su hijo se puso de pie al reconocerlo pero no hizo ademán para saludarlo. Se lo quedó mirando con cierta vacilación. Rubén se acercó y se presentó ante la joven que lo miró con ternura. Le dijo que desde luego lo reconocía, por las fotos, y agregó que era su nuera. Rubén sintió que el corazón se le detenía por un momento, pero logró dominar su semblante. Le preguntó de cuánto tiempo estaba embarazada y si podía hacerle un regalo al bebé. La conversación fue breve. El silencio tajante de su hijo puso límites y distancia entre ellos. Permaneció sin saber qué hacer hasta que se despidió y encontró en el bolsillo la tarjeta negra. 
Al llegar a su casa, seguía sin quitarse de la mente el rostro de su hijo. En especial, su mirada. Dejó la tarjeta sobre la mesita de luz y se quitó la camisa y el pantalón del trabajo. Revisó el contestador. Tenía un mensaje de su ex mujer. Le susurraba que quería verlo, que tal vez podrían reunir a la familia y colgaba de pronto dejándole un “beso grande”. 
Cuando se acostó se preguntó de qué le servían el trabajo y el amor si no tenía a sus hijos junto a él. Evaluó su vida en general. Momentos felices que de pronto empezaron a brotar desde el fondo de su mente a raíz de la nueva confianza. Tenía muchos. En el colegio. En la universidad. En su primer departamentito con su prometida. Cuando nacieron sus hijos. Había compartido muchos momentos buenos con su familia. Se durmió con estas imágenes placenteras. 
A la mañana siguiente, el despertador le arrebató un sueño dulce con una esposa que no conocía y un montón de hijos y nietos. Se incorporó en la cama sintiendo una punzada en el pecho. Se vistió y metió la tarjeta en el bolsillo del pantalón. En el viaje al trabajo se felicitó por lo controlado que tenía todo el asunto de la tarjeta negra. Solo había pagado 365 días y una semana de su vida. Había logrado cierta confianza en sí mismo y una nueva predisposición para intentar todo lo que quería. Si no lo conseguía, en todo caso —en último caso— recurriría al plástico mágico. 
Esa noche salió con su ex mujer. La vio gastada, pero se esforzó por recordarla de joven. Ella le hablaba de todo lo que había hecho en los últimos años. Al finalizar la velada, le puso una mano sobre la suya y le sugirió ir a un hotel de Palermo. Fueron. Tuvieron sexo y ella se quedó con una sonrisa en el rostro, con los ojos cerrados, apoyada sobre su pecho. Rubén miraba fijamente el cielo raso. Quería huir del hotel. Pero la imagen de sus hijos sonriéndole, reunidos de nuevo, le impidió hacerlo. 
Con el tiempo, su esposa volvió a casa con él y, después, sus hijos. Pasaron los años. Pidió algún que otro deseo en el camino que pagó con pocos años de vida. La tarjeta seguía tan brillante como la primera vez. Se felicitaba por haberles dado a sus hijos y nietos una vida plena. Porque se había encargado de que así fuera. Les había dado buenos trabajos con buenos sueldos, hijos sanos, esposas fieles, amantes maravillosas. Aunque a esa altura, había perdido la cuenta de cuánto había pagado.  
Una noche, durante una cena familiar, su hijo menor les anunció que tenía cáncer en los pulmones. Era terminal. Sin temor, como si la noticia no lo hubiera afectado, Rubén se levantó de la mesa sin decir nada y se dirigió al baño. Se encerró y sacó la tarjeta sin dudar. De pronto, Mimí estaba junto a él. Los años no habían pasado para ella que lucía exactamente igual.
—¿Qué pasa que no anda? —le preguntó pasando la tarjeta una y otra vez por el lector.
—No te queda saldo.
—¿Qué? ¿Y cómo es que estoy vivo?
—Ni pagando tus últimos años de vida alcanza para lo que estás tratando de hacer. Una vida joven cuesta mucho.
—¿Qué te puedo dar para que se haga la compra? ¡Por favor, decime!
—Nada.
Mimí se quedó con su sonrisa roja mirándolo. Había en las cuencas vacías de sus ojos algo parecido a la tristeza. Sus alas negras caían sobre la tapa del inodoro hasta el suelo. Rubén pasó la tarjeta muchísimas veces más antes de rendirse. La miró a Mimí con la cara bañada en lágrimas.
—¿Puedo devolverlo todo y…? 
Mimí negó con la cabeza antes de que terminara la frase. 
—Siempre pasa lo mismo. ¿Te puedo aconsejar algo?
—¡No! ¡Fuera de mi vida!
—Te lo voy a decir de todas formas. No podés devolverle la salud a tu hijo, pero podés regalarle tiempo para que él prepare a sus hijos, a tus nietos. De otra forma, no va a pasar de esta semana con vida. Consideralo un consejo personal que te doy por haber sido cliente durante tantos años. 
—¡Fuera! —repitió Rubén y Mimí desapareció.
Alguien llamó a la puerta del baño. Era su hijo menor que le pedía que saliera para poder hablar. Rubén se observó en el espejo, sacó la tarjeta negra y la miró con desdén. Se preguntó si había valido la pena. Miró su nariz recta, sus labios llenos, su cuerpo joven y lleno de vigor a pesar de la edad. Lo había adquirido todo sin una cirugía,apni drogas. Y ahora no valía nada. Sacudió la cabeza pensando en los años con su mujer. No le habían gustado. Habría preferido casarse con alguien a quien amara y lo hubiera amado desde el principio. ¿Y el trabajo? Le había brindado buenos viajes y comodidades, pero no tenía con quién compartirlos. Por último, afrontó lo único que de verdad le había importado en su vida: sus dos hijos. No había usado la tarjeta para conseguir que lo amaran porque había querido ganárselos de verdad, de la forma humana y no de la divina. Y lo había conseguido. Lo único valioso lo había conseguido sin la tarjeta. Bajó la cabeza. Sus lágrimas rodaron por su nariz y cayeron a la loza de la pileta. Volvieron a llamar a la puerta. Se llevó una mano al pecho. Sentía el corazón pequeño.
Pasó la tarjeta negra por última vez y le dio aceptar a la transacción sin mirar el costo. Cayó sobre el piso del baño presionándose el pecho. El infarto duró un instante. Lo último que escuchó fue la voz de su hijo llamándolo desde el otro lado de la puerta.