Es la primera vez que escribo un blog. Donde dice "título de entrada" no tengo la p--- (pequeña) idea de qué poner. No me refiero al contenido. Palabras tengo de sobra (todas mis palabras sobran). No tengo idea de qué tipo de categoría es "título de entrada". ¿Es el título del blog, del texto, del artículo? ¿O debo pensar uno además del de entrada? La peor parte es el título. Encima me resulta un poquito molesto que me indiquen qué y dónde escribir. ¡Solo díganme cómo hacerlo! En esencia, la pregunta que me ronda la cabeza desde que tengo memoria es: ¿cómo se escribe?
Nadie se pregunta enserio cómo se lee. Puede pasar que no se comprenda un texto, pero no nos preguntamos cómo se pasan los ojos por las letras y cómo esa información sube a nuestra nube para ser procesada. No importa cómo se lee, simplemente se hace. En todo caso, preguntamos cómo se entiende. Tema aparte. Pueden objetarme que hay clubes, talleres, clases de lectura (y comprensión). Aunque en mi opinión (obvio), no son más que clubes para compartir lectura y no enseñarte a leer. Nadie lee mal, ¿no?
No sucede igual a la hora de escribir.
Vamos a la cuestión principal: ¿por qué le puse "la extinción del T-REX"? (todavía tengo que memorizar que puse este título y no otro). Tiene que ver un poco con la creación y destrucción de algo gigante... (sí sí, como los libros). Pero tiene mucho que ver conque, para crear el blog, la ventanita blanca en la pantalla decía que debía en ese momento poner un nombre al blog y una dirección también. De pronto me sentí incapaz de elegir (o demasiado capaz de elegir cualquier conjunto de palabras al azar) y se pasaba el tiempo. Dicen que no hay nada que aterre más al escritor que la página en blanco. Y los programadores se aprovechan de esto apurándolo a uno a llenar casilleros, formularios y (mmm me falta algún otro elemento para que mi enumeración tenga cadencia) "títulos de entrada".
Pero para los que piensen que solo voy a desahogar las primeras ideas que pasan por mi mente, sin trabajo alguno (¿quién disfruta de un artista que no sufre la gota gorda?), déjenme probarles que están equivocados. Voy a subir textos pensados, trabajados, con final CERRADOS y semicerrados (detesto los finales abiertos descaradamente). Y son alentados como lectores a criticar y dar ideas de cómo embellecer mis textos. ¿Por qué? Porque no me agradan los talleres de lectura pero tengo que aprender y este blog sale de un impulso no muy pensado para solucionar este temita que arrastro como hijo bobo (o millenial). Y sí, la oración anterior se lee toda de corrida y sin aire.
¡Saludos, y dejo el primero!
La tarjeta de crédito negra
La primera vez que vio a Mimí casi se infarta. Cerró los ojos y se cubrió con las sábanas esperando que se fuera. Pero podía sentir su respiración junto a la cama. Desde debajo de las sábanas preguntó “¿Quién sos?”, y le respondió “Mimí” con una voz áspera de mujer. Unos cuantos segundos después, le pidió que se fuera, con mucho cuidado de no ofenderla. Esta vez no le llegó respuesta, solo sintió que Mimí tomaba aire profundamente. Cuando le preguntó si era la muerte, Mimí perdió por completo la paciencia, le arrancó las sábanas y lo dejó con las manos cerradas sobre el pecho, temblando de pies a cabeza.
Para cuando los rayos del sol alcanzaron el cielo, Rubén comprendió que no se trataba de una pesadilla ni de un trastorno mental, todavía no se le había zafado ningún tornillo. Mimí logró explicarle que era una agente de ventas del Banco de Almas del Cielo Único y que no era ni un ángel, ni una persona muerta, ni un demonio, ni una criatura de los infiernos. Era una agente de ventas que resultaba lucir de aquel modo aterrador. Medía más de dos metros y medio, tenía la cara blanca, con la cuenca de los ojos vacías y negras, una sonrisa roja de lado a lado y dos pares de alas negras que le salían de la espalda ocupando media habitación.
Venía a ofrecerle una simple transacción comercial. Le extendía una tarjeta de crédito negra de sueños ilimitados que él podía pagar con segundos, meses o años de vida. Rubén aceptó cuando terminó de comprender la propuesta y recibió de las garras de Mimí la tarjeta negra con un dibujo de alas en relieve en el reverso. Se sentía afortunado. Dios había escuchado sus plegarias. Le preguntó a Mimí por qué le habían ofrecido la tarjeta y ella le respondió que a muchos humanos se les había otorgado una. Solo bastaba ser un miserable depresivo al borde de la locura:
—¿Trabajás para los evangelistas?
Mimí se rió antes de explicar:
—Como compañía tratamos de brindar el mejor servicio posible.
—Deberían implementar alguna promoción porque cada día tienen menos adeptos —comentó Rubén creyendo que ese monstruo sí trabajaba para los evangelistas.
—¿Quiere dejarlo asentado en el libro de sugerencias? —preguntó sacando un libro bastante gordo de algún lugar que Rubén no alcanzó a ver.
Llenó el libro y dieron por terminada la transacción. Mimí se quedó parada junto a la cama con la sonrisa gigante roja.
—¿No se supone que desaparecés y vas a donde tenés que ir? —le preguntó Rubén.
—Estoy esperando que me abras la puerta.
Le resultó extraño que usara un medio tan terrenal para marcharse. Pero Mimí le explicó que le gustaba estirar las alas en lugar de aparecer y desaparecer todo el tiempo. Así que bajaron en el ascensor, algo apretados por el gran tamaño de Mimí, le abrió la puerta de calle y la vio marchar por la vereda llena de sol.
La vida de Rubén iba de mal en peor hasta que llegó Mimí. Había perdido a sus amigos a lo largo de la vida, también a su mujer por otra mujer, se había distanciado de sus dos hijos que defendían a su ex mujer, estaban a punto de despedirlo de su trabajo en la fábrica de zapatos y, para colmo, se había puesto bastante más feo —y eso que había nacido feo—. Lo único que le quedaba era la salud. Así que cuando llegó Mimí con su propuesta comercial, sintió que por fin la vida le sonreía.
Lo primero que hizo con la tarjeta fue despedir a su jefe y ponerse él como director de la fábrica. Puso la tarjeta en el “lector” que le había dejado Mimí y aguardó a que apareciera el importe: una semana de vida. Pensó que de toda gana regalaba una semana de vida. Al fin y al cabo, siete días no le parecían nada, mucho menos esa clase de vida de mierda que había llevado hasta ese momento.
Desde su nueva oficina, un mes más tarde, decidió llamar a su ex mujer. Se sentía humillado por la situación en la que habían terminado la relación, sin contar que ya no tenía autoestima, ni voluntad para nada. Sostenía que parte de su fracaso como persona tenía que ver con ella. Conversó animadamente y resaltó en varias oportunidades su ascenso. Pero la que había sido su compañera no demostró demasiado interés y enseguida le preguntó de mala gana si necesitaba algo. De fondo, escuchó la voz de otra mujer que le decía que colgara. Fue Rubén el que colgó el teléfono de un golpe y nuevamente hizo uso de la tarjeta de crédito: 365 días. Pensó que le iba a costar bastante más lograr que alguien lo amara, pero parecía que, en el Cielo, el amor estaba tan desvalorizado como en la Tierra. Al instante, recibió la llamada de su ex mujer diciéndole cosas como “no sé por qué te dejé”, “me vas a creer una loca pero acabo de encontrar en la computadora una foto nuestra y te extraño”, “¿querés cenar conmigo?”. Él se quedó en silencio, pensativo. Pero al final de la conversación había concretado una cita con su ex mujer.
Salió del trabajo con una mezcla de adrenalina y temor. Se preguntó si aquella forma de conseguir amor y dinero lo llenaba realmente. Pero el pensamiento quedó interrumpido en el fondo de su mente hasta desvanecerse por completo: al otro lado de la calle, su hijo menor —al que llevaba más años sin ver— conversaba con una joven. La pareja estaba sentada en un banco. Parecían bastante cariñosos entre ellos. Al acercarse, notó que la chica estaba embarazada.
Su hijo se puso de pie al reconocerlo pero no hizo ademán para saludarlo. Se lo quedó mirando con cierta vacilación. Rubén se acercó y se presentó ante la joven que lo miró con ternura. Le dijo que desde luego lo reconocía, por las fotos, y agregó que era su nuera. Rubén sintió que el corazón se le detenía por un momento, pero logró dominar su semblante. Le preguntó de cuánto tiempo estaba embarazada y si podía hacerle un regalo al bebé. La conversación fue breve. El silencio tajante de su hijo puso límites y distancia entre ellos. Permaneció sin saber qué hacer hasta que se despidió y encontró en el bolsillo la tarjeta negra.
Al llegar a su casa, seguía sin quitarse de la mente el rostro de su hijo. En especial, su mirada. Dejó la tarjeta sobre la mesita de luz y se quitó la camisa y el pantalón del trabajo. Revisó el contestador. Tenía un mensaje de su ex mujer. Le susurraba que quería verlo, que tal vez podrían reunir a la familia y colgaba de pronto dejándole un “beso grande”.
Cuando se acostó se preguntó de qué le servían el trabajo y el amor si no tenía a sus hijos junto a él. Evaluó su vida en general. Momentos felices que de pronto empezaron a brotar desde el fondo de su mente a raíz de la nueva confianza. Tenía muchos. En el colegio. En la universidad. En su primer departamentito con su prometida. Cuando nacieron sus hijos. Había compartido muchos momentos buenos con su familia. Se durmió con estas imágenes placenteras.
A la mañana siguiente, el despertador le arrebató un sueño dulce con una esposa que no conocía y un montón de hijos y nietos. Se incorporó en la cama sintiendo una punzada en el pecho. Se vistió y metió la tarjeta en el bolsillo del pantalón. En el viaje al trabajo se felicitó por lo controlado que tenía todo el asunto de la tarjeta negra. Solo había pagado 365 días y una semana de su vida. Había logrado cierta confianza en sí mismo y una nueva predisposición para intentar todo lo que quería. Si no lo conseguía, en todo caso —en último caso— recurriría al plástico mágico.
Esa noche salió con su ex mujer. La vio gastada, pero se esforzó por recordarla de joven. Ella le hablaba de todo lo que había hecho en los últimos años. Al finalizar la velada, le puso una mano sobre la suya y le sugirió ir a un hotel de Palermo. Fueron. Tuvieron sexo y ella se quedó con una sonrisa en el rostro, con los ojos cerrados, apoyada sobre su pecho. Rubén miraba fijamente el cielo raso. Quería huir del hotel. Pero la imagen de sus hijos sonriéndole, reunidos de nuevo, le impidió hacerlo.
Con el tiempo, su esposa volvió a casa con él y, después, sus hijos. Pasaron los años. Pidió algún que otro deseo en el camino que pagó con pocos años de vida. La tarjeta seguía tan brillante como la primera vez. Se felicitaba por haberles dado a sus hijos y nietos una vida plena. Porque se había encargado de que así fuera. Les había dado buenos trabajos con buenos sueldos, hijos sanos, esposas fieles, amantes maravillosas. Aunque a esa altura, había perdido la cuenta de cuánto había pagado.
Una noche, durante una cena familiar, su hijo menor les anunció que tenía cáncer en los pulmones. Era terminal. Sin temor, como si la noticia no lo hubiera afectado, Rubén se levantó de la mesa sin decir nada y se dirigió al baño. Se encerró y sacó la tarjeta sin dudar. De pronto, Mimí estaba junto a él. Los años no habían pasado para ella que lucía exactamente igual.
—¿Qué pasa que no anda? —le preguntó pasando la tarjeta una y otra vez por el lector.
—No te queda saldo.
—¿Qué? ¿Y cómo es que estoy vivo?
—Ni pagando tus últimos años de vida alcanza para lo que estás tratando de hacer. Una vida joven cuesta mucho.
—¿Qué te puedo dar para que se haga la compra? ¡Por favor, decime!
—Nada.
Mimí se quedó con su sonrisa roja mirándolo. Había en las cuencas vacías de sus ojos algo parecido a la tristeza. Sus alas negras caían sobre la tapa del inodoro hasta el suelo. Rubén pasó la tarjeta muchísimas veces más antes de rendirse. La miró a Mimí con la cara bañada en lágrimas.
—¿Puedo devolverlo todo y…?
Mimí negó con la cabeza antes de que terminara la frase.
—Siempre pasa lo mismo. ¿Te puedo aconsejar algo?
—¡No! ¡Fuera de mi vida!
—Te lo voy a decir de todas formas. No podés devolverle la salud a tu hijo, pero podés regalarle tiempo para que él prepare a sus hijos, a tus nietos. De otra forma, no va a pasar de esta semana con vida. Consideralo un consejo personal que te doy por haber sido cliente durante tantos años.
—¡Fuera! —repitió Rubén y Mimí desapareció.
Alguien llamó a la puerta del baño. Era su hijo menor que le pedía que saliera para poder hablar. Rubén se observó en el espejo, sacó la tarjeta negra y la miró con desdén. Se preguntó si había valido la pena. Miró su nariz recta, sus labios llenos, su cuerpo joven y lleno de vigor a pesar de la edad. Lo había adquirido todo sin una cirugía,apni drogas. Y ahora no valía nada. Sacudió la cabeza pensando en los años con su mujer. No le habían gustado. Habría preferido casarse con alguien a quien amara y lo hubiera amado desde el principio. ¿Y el trabajo? Le había brindado buenos viajes y comodidades, pero no tenía con quién compartirlos. Por último, afrontó lo único que de verdad le había importado en su vida: sus dos hijos. No había usado la tarjeta para conseguir que lo amaran porque había querido ganárselos de verdad, de la forma humana y no de la divina. Y lo había conseguido. Lo único valioso lo había conseguido sin la tarjeta. Bajó la cabeza. Sus lágrimas rodaron por su nariz y cayeron a la loza de la pileta. Volvieron a llamar a la puerta. Se llevó una mano al pecho. Sentía el corazón pequeño.
Pasó la tarjeta negra por última vez y le dio aceptar a la transacción sin mirar el costo. Cayó sobre el piso del baño presionándose el pecho. El infarto duró un instante. Lo último que escuchó fue la voz de su hijo llamándolo desde el otro lado de la puerta.
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