La figura de porcelana
Tenía la piel blanca y brillante, lisa, pulida por el esmero y el cuidado del artista que había insistido en pintarle dos cejas negras a modo de apóstrofes enfrentados sin nada más en el medio que una frente vacía de pensamientos. Me llamaba la atención la inexpresividad del rostro frente al lenguaje del cuerpo resignado. Estaba sentada sobre un tronco con la espalda ligeramente encorvada hacia adelante, el mentón apoyado sobre una mano y la otra encerrando el codo de un modo sencillo y devastador. En un intento por consolarla, la rocé con la yema del índice, viéndome reflejada en el fondo dorado de la vitrina.
Cerré la puerta de la vitrina y me olvidé de la figura de porcelana. ¿Qué importancia podía tener si apenas medía doce centímetros desde la punta de su zapato rosa al extremo más alto de su cabeza oscura? Me senté en el sillón marrón de un cuerpo y me hamaqué con los pies subidos de modo tal que mis rodillas me cubrían el rostro a la altura de la nariz. En la cocina, mi mamá estaba al teléfono con su hermana. Una mujer que podría haber sido la hermanastra de Cenicienta, la más terrible de las dos que tenía en desgracia. La conversación iba sobre mis primos, pero yo sabía que mi mamá hubiera querido hablar sobre los exabruptos que mi tía tenía, productos de la envidia. Mamá se quejaba constantemente de cómo la maltrataba porque la culpaba de haberla abandonado cuando se casó con su primer marido. A pesar de que era una jovencita con apenas dieciocho años cuando lo conoció.
Al bajar las rodillas advertí que todavía mi dedo gordo del pie estaba oscuro. La uña amarillenta se quería escapar de la carne, o me parecía así. Hacía una semana que me había golpeado en el colegio y todavía no se me curaba. Creo que en ese momento mamá me llamó para algo porque recuerdo alzar la cabeza y ver la arcada que daba a la cocina. Sobre la mesada había papas y zanahorias crudas, un vaso de cerveza, y creo que se escuchaba la tele. Cuando el doctor Saldivar me pregunta cómo me sentía esa mañana, hago un esfuerzo por recordar pero se me pone la mente en blanco. Aunque no se pone instantáneamente en blanco, es más bien como si los bordes del recuerdo se fueran velando, perdiéndose en un fondo claro y dolorosamente brillante. Así que me sugirieron la palabra escrita en lugar de la hablada. Parece que el cerebro se comporta de otra forma cuando le habla al papel.
¿Qué otra cosa puedo contar de esa mañana? El living era oscuro, de cortinas marrones, con una chimenea en desuso que recuerdo con olor a viejo, aunque mamá insiste en que jamás hubo ese tipo de olor en nuestra casa. Los muebles son de algarrobo y hay un velador de pie con pantalla verde. Según papá era un living lleno de luz porque las paredes estaban cubiertas por ventanales y las cortinas no eran marrones sino rosadas. Estoy segura de que eso no es cierto. Pero hay dos adultos y soy solo una hija. Así que el médico encuentra llamativo el hecho de que para mí el living fuera oscuro.
Una escalera conducía al piso de arriba. Es más, en este punto tengo que tener razón. Mamá siempre me decía que subiera y bajara despacio que no se veían bien los escalones. ¡Ella se cayó y se quebró la columna por la oscuridad del living! Cuando corroboro esto me dicen que sí, que se cayó y se quebró, pero que fue porque iba distraída con una pila de ropa para planchar. Insisten, por más que yo niegue con la cabeza.
La mañana en que estaba tirada en el sillón, la que Saldívar me obliga a repasar, recuerdo frenarme a mitad de la escalera y, el sonido del teléfono colgando. Me dirigí hacia la cocina, aunque no entré. Mamá meneaba la cabeza de un lado a otro mientras sacaba algo de debajo de la pileta de la cocina. ¿Más verdura? ¿Qué te dijo la tía?, le pregunté desde mi refugio bajo la arcada. Lo de siempre: la tía le había tirado en cara que no tenía la suerte de tener un marido con plata y que los problemas sin plata no se arreglan. Que tenía tres hijos para alimentar y que de alguna forma todo eso estaba conectado con que mamá se hubiera marchado de casa a la edad de dieciocho años. A esa altura yo había sido testigo de numerosos episodios de mi tía. Mi mamá siempre tartamudeaba algo vacío o decía “no es así Marta, no me digas esas cosas” pero se quedaba para que la siguieran sacudiendo. A la altura de esa mañana, ya no me hablaba con mi tía. El año anterior, la habíamos llevado a Brasil. Una tarde volvía de la pileta cuando escuché gritos en la cabaña. Abrí la puerta con fuerza en el momento en que mi tía le rugía a mamá que la iba a matar. ¿Por qué no le respondía nada?, pensé. Y sin aguantar más, me paré delante de mamá y le devolví los insultos a mi tía. Uno por uno hasta que pude tomar de la mano a mi madre y abandonar la cabaña. No regresamos. La arrastré a la pileta donde tomé mi primer trago.
La mañana de las verduras crudas sobre la mesada, calculo que mamá me habrá hablado alrededor de una hora, por lo menos hasta que papá llegó para almorzar. Siempre iba con una ceja alzada y chasqueaba la lengua tanto por algo que agradaba como por algo que no. Dejó el maletín junto a la puerta de entrada, me saludó de prisa y se metió en la cocina a hablar con mamá. Yo, que durante toda la hora había permanecido apoyada contra la arcada, regresé junto al sillón dispuesta a mirar tele. Pero los gritos despertaron mi curiosidad. Mamá seguía cocinando. De papá solo veía la espalda. Lo vi estrellar un vaso contra una pared. En realidad no vi el vaso estrellarse, pero lo escuché. Mamá salió disparada a limpiar los restos de vidrio mientras mi papá le decía que era solo una empleada que vivía gracias a su dinero.
El doctor Saldivar me pregunta qué había sentido: una bola de fuego en el estómago, dije. Y algo frío en la espalda. Pero la bola siempre le ganaba en primera instancia. Me puse de pie, abrí la boca y escupí como un lanzallamas. Mi voz sería chillona a esa edad, pero en mi recuerdo es mi voz de adulta. Mi papá no era mi papá, había una sonrisa en sus labios parecida a la sonrisa de los demonios en las pinturas medievales y sus ojos eran grises no marrones como los tiene en realidad. A medida que la bola de fuego se extinguía, crecía el frío en la espalda. Otra cosa que recuerdo es a mi mamá mirándonos desde lejos, con una expresión congelada en el rostro, tratando de intervenir, o tratando de no hacerlo. Otro vaso se estrelló contra la pared a mi espalda, la silla se cayó de lado y un instante después mi papá me aferró del brazo. ¿Aferrar? No estoy segura de que sea la palabra. Mi primer impulso fue callarme, pero luego volví a usar el lanzallamas y mi espalda de pronto quedó contra la pared, y luego sentí la mano de mi madre en el hombro y plumas, suavidad, perfume a lavanda. Estaba en mi habitación, con mi almohada preferida en los brazos mientras mamá me acaricia el cabello. Para mí todo es parte del mismo segundo.
“No pasó nada” era la frase que más escuchaba luego de un episodio de esta índole. Tardaba uno o dos días en volver a tener contacto con papá. En general me venía a buscar y me explicaba que los adultos se enojaban, que había problemas en casa porque mamá no aceptaba a los hijos de su anterior matrimonio y complicaba todo. Yo me quedaba pensando en mis hermanos. Eran adultos también, me llevaban por lo menos quince años. Después volvía mi atención a papá y veía su boca moverse y sus ojos cansados, y veía sus manos con el anillo de casado que eran suaves y con gestos tiernos. Siempre me llamó la atención las expresiones de sus manos. Iban y venían con un lenguaje más preciso que sus palabras. Era como si sus manos pensaran mejor que su cabeza. Y recuerdo que me decían que era linda, que era amada, que él me protegía.
El doctor Saldivar me explicó con cierta condescendencia que las manos no hablan y que yo estaba trasladando mis sensaciones a ellas. Un psiquiatra que diga eso es un psiquiatra que no entiende absolutamente nada de su profesión, por más director general que sea. Me limité a asentir y dejarlo pensar que estábamos en la misma página.
En el living había algún tipo de luz ahora que reflexiono pero en mi cabeza son rayos que se filtran a través de la cortina marrón (no rosadas) que está entreabierta. ¿Por qué estarían las cortinas casi cerradas en plena mañana? ¿Era fin de semana y por eso no estaba en el colegio? Pero papá acababa de volver del trabajo. Tal vez era sábado.
Lo que sí recuerdo a la perfección fue lo que pasó a la tarde. Estaba en mi habitación. Me llamó mi hermana mayor para conversar y le dije que no estaba bien. Me respondió que sabía que mis papás habían discutido pero que les tenía que tener paciencia porque los grandes exageran todo. Me quedé en silencio mientras me repetía que ella había vivido peores momentos entre ellos dos y que ya había hablado con mamá para tranquilizarla. Yo no la recordaba nerviosa pero al parecer lo había estado. Me dijo: “ya sabés cómo se pone tu papá, no le des importancia”. Cuando colgué el teléfono tenía unas profundas ganas de gritar.
En esa ocasión papá no esperó dos días para hablarme. Lo hizo esa misma tarde. Entró en mi habitación y habló, aunque yo solo escuché lo que me decían sus manos. Me dijo que no había estado bien en discutir delante de mí. Lo miré a los ojos. Me acarició el cabello y dijo: “tu mamá es un poco inestable emocionalmente y no quiere a Miguel, ni a Roxana, bueno a ninguno de mis hijos, y es celosa. A veces es muy egoísta. Yo acepto a sus hijos y a su ex, ella no tolera que mencione a los míos”. Asentí en silencio. El rostro de mis hermanos desfilaba uno a uno hasta desvanecerse en una oscuridad que había en mi cabeza. Creo que las palabras reales de mi papá fueron “tu mamá no me ama, debería dejarla”.
A la noche todo había quedado olvidado. Mis papás se reían de no sé qué y yo comía divertida. Me gustaban las cenas ruidosas y alegres. El living estaba iluminado. Entonces me fijé en la figurita de porcelana. Estaba dada vuelta. Alguien la había girado porque ahora no veía su rostro inexpresivo, sino su melena negra y su espalda inclinada hacia adelante. Me pareció extraño que alguien se tomara el trabajo de girarla y ponerla de espaldas. ¿O en realidad esto es parte de mi recuerdo distorsionado como dice Saldivar? Lo que recuerdo es que las risas superaban el sonido de la televisión. ¿Cómo me sentía, pregunta el psiquiatra luego de que le cuento que la figura de porcelana estaba invertida? Incómoda, le respondo, pero ya antes me había sentido así. Era como si se me pusiera el cuerpo rígido y quisiera salir de él. También le digo que gritaba en silencio. ¿Por qué? Mis papás habían cambiado de tema hacía un rato… Se reían de mí golpe en el dedo. Al parecer había algo gracioso en que lo tuviera negro e hinchado, o en el modo en que me lo había lastimado.
A la noche me puse a leer. Mamá me saludó con un beso en la frente y papá, desde la puerta con un gesto de mano. “Perdonanos las peleas”, me dijo. Mamá me hizo un gesto mientras murmuraba “Vos pedile perdón, vos armaste la pelea”. Entonces papá hizo un gesto también desde la puerta. Y yo me quedé muy quieta mientras mamá me pasaba la mano por el cabello con una sonrisa. Saldívar dice que le resulta llamativo que las sonrisas siempre estén presentes, por sobre sus miradas o tonos de voz. Me acuerdo la de mamá tal cual fue, no la modifiqué. La suya era una sonrisa en pausa, detenida justo antes de otra expresión muy diferente, mientras sus ojos me recorrían la cara y me acariciaba el pelo. Papá le respondió algo pero al obtener respuesta, se acercó y levantó a mamá de la cama de un tirón. Me incorporé de inmediato. Recuerdo gritarle que la soltara, pero mis padres atestiguan que jamás dije nada, que yo dormía dulcemente mientras esto sucedía en el pasillo, no en mi habitación.
Era de madrugada cuando me levanté. Abrí los ojos de golpe porque había sentido que alguien me tiraba de la pierna. Me senté en la cama y vi a mi gato que dormía tranquilo. Lo acaricié a la vez que le decía que lo quería mucho. Mi gato se puso a ronronear. Me volví a dormir pero me volví a despertar con el tirón. Esta vez vi la silueta de mi gato con la espalda arqueada sobre la cama bufando. Lo agarré en brazos y corrí a la habitación de mis papás donde me quedé de pie junto a su cama bañada por una luz azul claro. Mientras abrazaba a mi gato llamaba en voz baja a mamá tratando de despertarla. Cuando lo hizo me preguntó en un susurro si había tenido una pesadilla. Le dije que sí y de pronto recordé la pesadilla justo antes del tirón de pierna. En la pesadilla me despertaba la figura de un hombre en la puerta. Expliqué que era el diablo y cuando me preguntó cómo lo sabía le mentí. No le quise revelar que solo veía su sonrisa, porque nadie en la oscuridad ve nada. O eso me iba a decir. Mi papá se despertó diciendo: “¿Otra vez acá? Andá a tu cama”. Mamá se levantó para conducirme a mi cuarto. Prendimos la luz. Me dijo que Bigotes me cuidaba, que no olvidara que Dios también lo hacía y me puso la cruz que colgaba de mi cadenita en las manos. Hoy en día no logro recordar cuántas veces tuve ese sueño, tengo la impresión de que estuve atrapada en él cada noche, pero mamá dice que fueron dos o tres.
Apenas dormí. Eran cerca de las cuatro cuando me asomé a la habitación de mis papás. Me quedé un rato junto a la puerta, agradeciendo que la luz del pasillo, que había encendido, no los hubiera despertado. En este punto se supone, según Saldívar, que tengo que recordar bajar a la cocina para poner en la pava una dosis de arsénico. Sostengo que no hice nada de esto y que por eso no lo recuerdo. ¿Una nena con acceso a semejante sustancia? No existía forma de que yo hubiera conseguido el veneno, por más trastornada que estuviera. Así se lo dije a Saldívar miles de veces. Al parecer volví a mi cama. A la mañana siguiente me levanté de forma normal. Sin embargo, yo me acuerdo que me desperté contenta, no normal. Era domingo y comeríamos asado en familia.
Cuatro días después mi mamá empezó a tener vómitos continuos, mareos. Se frotaba las manos incansablemente como si las tuviera sucias. Lo único que pensé era lo que había escuchado contar en el colegio a otra compañera: mi mamá está embarazada. Así que fui muy cuidadosa y procuré asistirla en todo. Planché las bombachas, medias y pañuelos; puse la mesa, rallé la zanahoria y lavé los platos después; le preparé té; la peiné como le gustaba; fui a la panadería y compré pastelitos de membrillo. Papá no parecía preocupado, ¿así que por qué iba a imaginar que estaba pasando algo terrible?
Esa tarde lo acompañé a papá al sótano donde guardaban muebles en desuso, diarios prehistóricos, latas de pintura, venenos para rata, escobas rotas… ¡Y la escalera azul! Era lo único que me parecía útil en aquel lugar. No bajamos como en las películas con linterna. Había una luz bonita y anaranjada cuyo interruptor estaba arriba, para que uno no tuviera que descender a oscuras. Mientras papá revisaba una pila de papeles —me olvidé de los papeles y de la caja con fotos viejas—, yo me puse a mirar los objetos en las estanterías. Se supone que acá entré en conocimiento del frasco de arsénico y que todo esto ocurrió antes de que mamá empezar a manifestar síntomas. No sabía nada de arsénico, repito, para mí era lo mismo que un paquete de harina. Yo lo único que tenía en claro para qué era, además de las fotos para pensar en viejas épocas, era la escalera azul. Y estaba plegada contra una pared.
Al poco tiempo papá empezó a manifestar problemas gastrointestinales. ¿Qué padre no va mucho al baño? Me vuelvo loca revisando los recuerdos y poniéndolos en orden. Sobre todo porque mis papás parece que tuvieron una percepción completamente diferente de todo. En este punto debo decir que no puedo creer que exista “una percepción diferente” sobre algunos temas. Hay cosas que son hechos, más allá de las interpretaciones. Al menos, eso le dije al doctor y estuvo de acuerdo. Lo advertí por el modo en que tomó nota con la lapicera a toda prisa asintiendo muy sutilmente.
El asunto es que una semana después mis papás tuvieron una sobredosis de arsénico, una intoxicación aguda. Al parecer una nena de once años perdió la paciencia y colocó una montaña de arsénico en la pava, lo que les provocó una parálisis muscular. Yo solo recuerdo que estaban sentados en el sillón mirando tele, muy tranquilos mientras yo hacía mi tarea en la mesa del comedor, de espaldas a ellos. Sí tengo muy presente una sensación como de algo invisible que flotaba en el ambiente. Me lo acuerdo muy bien porque levanté la cabeza de la tarea del colegio y miré hacia adelante, hacia la arcada que daba a la cocina. Sin embargo, no me pareció que hubiera nada fuera de lugar. Mi gato estaba sobre la mesada. Desde lejos advertí que ronroneaba. Claro que era de noche. Mis papás no solían mirar tele de día… ¿Entonces por qué me acuerdo una luz que entraba por las ventanas de la cocina? Volví la atención a la hoja que tenía entre manos pero no me podía sacar de encima la sensación de que había alguien más en la casa. Tuve la necesidad, varias veces, de mirar sobre mi hombro. Me sobresalté muchísimo cuando las luces de la tele rebotaron sobre la vitrina a mi derecha. Me asusté tanto que no le saqué los ojos de encima a los adornos como si en ellos pudiera advertir la presencia de alguien más en la casa. El corazón me palpitaba cuando mi atención recayó en la figura de porcelana. ¡Otra vez estaba de espaldas! Me parecía sumamente extraño que mi mamá prefiriera colocarla en esa posición.
Si de algo estoy segura es de esta parte. Porque sigo reviviendo la sensación en mis dedos. Volví la figura de frente y observé las cejas como apóstrofes, la piel pulida y fría, la inexpresividad del rostro. La dejé en su lugar de frente y cerré la puerta de la vitrina. Mis papás estaban de la mano en el sillón, las imágenes de la tele se reflejaban en sus rostros. Las sonrisas eran pastosas y exageradas pero los prefería así. Sin pelear. Reconocí de inmediato el programa que miraban: Mirta Legrand. Tenía un especial los domingos a la noche. A mí solo me gustaba la cortina musical, el programa era siempre una mesa con invitados muy poco creíbles.
Por algún motivo la música de “Almorzando con Mirta Legrand… con MIIIIIiiirta” siempre se me viene a la cabeza. ¿Por qué no se me viene la música de la Nana Fine? ¿O de los Simpsons? Me rasqué el mentón y sentí que algo pastoso se me quedaba adherido a la piel. Me observé los dedos y vi que tenía pedazos de rouge. Según el doctor, acá confundo los tiempos en que sucedieron las cosas. Yo recuerdo que corrí a mi tarea para ver si la había manchado. No lo había hecho, lo cual le daba la razón al doctor. Corrí de la tarea a la cocina, abrí la canilla y me enjuagué la pasta roja. Era el rouge de mi mamá, claramente. Yo no usaba maquillaje. Me costó sacarlo porque las pinturas de labios son un poco aceitosas.
Llevé en brazos a Bigotes hasta el living, agradecida de que mi tarea no se hubiera manchado. Saldívar me preguntó qué sonidos había en la casa. Le respondí que el ronroneo de Bigotes y la cortina musical de Mirta. Lo vi negar con la cabeza mientras anotaba lentamente. No era buena señal para mí. Al parecer, mis papás tienen una versión distinta de esto también. A continuación, miles de veces, el doctor me preguntó qué olores. ¿Yo qué sé que olores? Le dije que olía el perfume de mamá. Me preguntó si regresé al sótano alguna vez. Le dije que no. En ese momento, a mis doce años, me empecé a sentir acorralada y seguí sintiéndome así con cada entrevista.
Durante años repasamos mi infancia, mis emociones, mis recuerdos. Me exigía precisión. A los quince le dije que era imposible que tuviera precisión dado que hasta mis papás tenían diferentes versiones de todo. Saldívar me siguió tratando. Lo único que sacábamos en claro era que me había sentido muy insegura durante mi infancia. Los momentos de mayor confusión eran cuando nos acercábamos a la semana trágica, a la semana del arsénico. ¿Cómo podía saber una nena de once años que el arsénico es un veneno? Por la etiqueta, me respondió Saldívar con naturalidad.
Ayer le dije que alguien debería creerme. También le dije que estaba harta y que no iba a continuar con el tratamiento. Ya soy mayor de edad para decidir qué hacer con mi tiempo. Me pidió repasar por última vez lo sucedido durante esa semana. La conversación por teléfono con mi tía, la discusión de mis papás, la figurita que alguien ponía de espaldas, las pesadillas, la intoxicación de mi padre, cómo creí que mamá estaba embarazada. Saldívar suspiró con los ojos fijos en algún punto invisible en mi rostro. Creo que jamás me vio en realidad. Parecía decepcionado. Le pregunté si necesitaba algo más.
—¿Cómo era el sótano?
—¿El sótano? —pregunté harta. Hasta el maldito sótano había tenido que recordar cientos de veces.
—Sí. Haceme el favor.
Tomé aire caliente a pesar de que era invierno.
—Bajamos por la escalera de madera, el barandal estaba flojo pero todo muy limpio.
—¿Cómo era la luz?
—Un aplique de techo, de vidrio. La luz era cálida…
—¿Iluminaba bien?
—Sí. O sea, no había rincones en sombras. Por eso no me daba miedo.
—¿Y el interruptor? —me preguntó.
—Arriba. Ya se lo dije mil veces —le respondí revoleando los ojos.
Asintió y me pidió que continuara.
—Papá sacó unos papeles de un escritorio.
—¿No era una caja?
—Estos no —dije meneando la cabeza—. Estaban en un cajón. Se puso a mirarlos y yo me puse a mirar la estantería.
—¿Qué había en la estantería?
A medida que le respondía iba leyendo su propia lista con los objetos que le había mencionado en el pasado. Este gesto me terminó hartando.
—Un equipo de música roto, una caja de herramientas, unos tablones de madera o algo así, una lata de pintura, productos de limpieza, el frasco con arsénico —acá me detuve para observar su reacción y de paso esperar a que me preguntara algo pero no lo hizo y continué—, una canasta con pelotas de tenis viejas.
—¿Dónde estaba la escalera?
—¿La azul? Plegada contra la pared.
—Entiendo —dijo y asintió—. Es todo. Hasta acá llegamos juntos.
—¿Ya me puedo ir y no volver más?
—Depende de lo que quieran hacer tus padres —me respondió alzando las cejas.
—Tengo dieciocho, creo que ya me puedo ir de casa si van a seguir con esta tortura. Yo no los envenené —repetí.
—Te voy a mostrar algo —dijo y abrió un cajón de su escritorio para sacar una hoja doblada—. Quiero que mires este dibujo.
El dibujo representaba el sótano de mi casa. No recordaba haberlo hecho pero reconocí mis trazos infantiles.
—¿Qué pasa?
—¿Algo que te llame la atención?
Lo volví a observar y negué con la cabeza. Saldívar regresó el papel al cajón y luego me miró a la cara con seriedad.
—Mabel, no creo que puedas independizarte. Por mi parte no aconsejaría esto. Llevamos años yendo y viniendo… Pero hay pruebas, incluso aunque no te des cuenta de que me las fuiste revelando.
Lo interrogué con la mirada.
—No estás bien. Todavía no lográs recordar lo sucedido con claridad. Tenés confundida la línea de tiempo y los espacios están reconstruidos por tus emociones. Está claro que tenías una gran mochila con padres que no actuaban como tales, que descargaban en voz sus problemas, que se mentían entre ellos, en donde fuiste víctima de su violencia y también de su pasividad. Pero a pesar de todo deberías recordar la noche en que con once años los convertiste en marionetas, los llenaste de arsénico, les dibujaste una sonrisa de rouge y los sentaste a mirar tele —dijo y sacó de una carpeta una fotografía. En ella se veía la figura de porcelana con marcas de dedos con rouge—. Si aceptás, vas a empezar a trabajar con otro especialista.
Asentí con los ojos fijos en la fotografía y la mente en el dibujo en el que había puesto la escalera azul abierta frente a la estantería del arsénico. “Lo único que parecía útil de aquel lugar” había dicho. El aire se me había vuelto pastoso, pastoso y rojo.
Mamá me esperaba fuera del consultorio. Aguardé a que conversara con el médico mientras hojeaba una revista. Cuando escuché que se despedían, alcé la mirada hacia la puerta cerrada. Era consciente de que en siete años mi mamá jamás me había dado la mano al salir del consultorio.
Maravilloso relato. Si este es el primero, ojalá haya muchos más.
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